Comentario
Al comenzar el siglo XVIII la Francia de Luis XIV aparecía en el contexto europeo como el paradigma de Estado absoluto, ya que el monarca había sabido fortalecer su autoridad por encima de las demás instancias, logrando con ello una cierta uniformización social, con el sometimiento de la nobleza y la Iglesia tras la desaparición del peligro frondista, religiosa por la revocación del Edicto de Nantes y política mediante la creación de un aparato administrativo donde el rey, investido de los tres poderes y con una autoridad sólo limitada por el respeto a las leyes del reino, asume personalmente el gobierno, marginando antiguas instituciones como los consejos y apoyándose en secretarías e intendencias, de reciente aparición, para así controlar la Administración central y territorial. De hecho, los secretarios actuarán a modo de ministros y los intendentes, en número de 30, dirigirán la burocracia local y provincial, con amplias prerrogativas, convirtiéndose en el promotor económico de cada territorio (regulan el comercio, impulsan la creación de nuevas industrias, fomentan la agricultura, realizan obras de acondicionamiento y mejora de la red viaria, comparten responsabilidades con las autoridades militares, realizan funciones judiciales o policiales y a veces realizan o vigilan la recaudación de los impuestos).
Sin embargo, el resultado no había sido del todo perfecto, por lo que sus deficiencias e imperfecciones fueron creando tensiones, haciendo que la Monarquía descansara en un equilibrio inestable entre fuerzas centralizadoras que pugnaban por imponerse (rey, burocracia, ejército) frente a la resistencia de otras partidarias de la descentralización, como los parlamentos, asambleas provinciales u órdenes privilegiados, verdaderas reminiscencias feudales, o la Ilustración, sistema de pensamiento moderno pero igualmente opuesto a la uniformización. No pudo lograrse un Estado unitario, a pesar de los intentos reales, y así seguían existiendo dominios más o menos independientes, diócesis eclesiásticas, señoríos o parlamentos que escapaban al control real. Tampoco había desaparecido la diversidad de jurisdicciones justicia real, señorial, eclesiástica o parlamentaria- típica de la sociedad feudal, ni las diferencias fiscales en todo el territorio, al tiempo que no se había logrado erradicar la venalidad ni la corrupción entre los funcionarios. Respecto al problema religioso, la reconciliación de Luis XIV con el Papa supuso un cambio muy significativo. El monarca se retractó de la Declaración de los cuatro artículos, y posteriormente impuso la bula Unigenitus de Clemente XI, que condenaba el jansenismo, destituyó a los obispos recalcitrantes, desatando, así, un gran malestar en el propio seno de la Iglesia.
En estos años, Francia padecía una aguda crisis económica; por un lado, los grandes costos, debido a la guerra de la Liga de Augsburgo, habían creado un gran déficit, lo que unido a los también cuantiosos gastos del conflicto dinástico español sumergieron a la hacienda pública en una especie de colapso del que era muy difícil salir; junto a ello cabría añadir las consecuencias de la guerra distorsionando el comercio exterior, paralizando la actividad manufacturera, impidiendo un tráfico fluido con las colonias, y no dejando obtener los frutos de las concesiones mercantiles hechas por España; por otra parte, los gastos crecientes de una burocracia cada vez más numerosa, junto a la política de construcciones palaciegas iniciada por el rey, mermaban el erario; el deficiente sistema de recaudación, a causa de la corrupción y los sobornos, impedía contar con una hacienda saneada; la política financiera del gobierno, destinando la mayor parte de las rentas a los gastos militares, acudiendo a los empréstitos y realizando alteraciones monetarias complicaron enormemente la actividad económica, y por último, las crisis agrarias cíclicas, típicas de la economía de la época, tuvieron especial virulencia en 1700-1701, 1708 y 1712-1713.
Los inspectores de finanzas Chamillart y Desmaretz se esforzaron en hallar soluciones pero, aunque discípulos de Colbert, no tenían ni su capacidad de iniciativa ni su brillantez. La solución en materia hacendística exigía dos presupuestos básicos: mejorar el rendimiento fiscal, o sea, asegurar su cobro, ya que no se podía pensar en nuevos gravámenes, habida cuenta del empobrecimiento general de la población, duramente castigada por la adversa coyuntura, y reestructurar el sistema impositivo adaptándolo a la población real y a las riquezas individuales; pero esto implicaba acabar con un sistema basado en la desigualdad fiscal, de manera que el proyecto de crear un único impuesto, de carácter universal e indirecto, que sustituyera a la taille pronto fue abandonado. No obstante, en 1695 se creó el impuesto llamado de capitación, de carácter general y pagadero por todos los súbditos; la división de éstos en diversas categorías, según el rango social y no según los ingresos, introdujo irregularidades en el sistema desde el principio, por lo que suscita abundantes críticas que obtienen su abolición tres años después; en 1701 fue reintroducido de nuevo. Hacia 1710, Desmaretz crea otro gravamen, el décimo, que gravaría la décima parte de todas las rentas, desde las procedentes de bienes raíces hasta los beneficios industriales y las pensiones o sueldos, que representaba el primer ataque directo a los privilegios fiscales, pero la progresiva exención a sectores del clero y la nobleza acabaron por desvirtuarlo. Además de estas medidas, el Gobierno siguió recurriendo a los impuestos extraordinarios y a los empréstitos; obligó a conceder préstamos forzosos a las ciudades, a la nueva nobleza y a los tribunales superiores; emitía lotería regularmente; vendía cartas de ennoblecimiento y multiplicó los cargos públicos aumentando la venalidad. Pero nada era suficiente y el déficit público siguió creciendo de manera alarmante, dejando un legado que hipotecaría la recuperación económica del país por mucho tiempo.